Texto: Eduardo Varas C.
Durante mi etapa como estudiante de secundaria recuerdo que revisamos el Atahualpa Huañui —la elegía por la muerte de Atahualpa— como parte de los textos de estudio que debíamos analizar a profundidad —si es que es posible a los 14 años—, al hablar de Literatura ecuatoriana. El poema atribuido a Jacinto Collahuazo, en traducción de Luis Cordero, es un canto de absoluta tristeza por la muerte del inca y la sensación de desamparo por parte de sus súbditos, ya a merced de los españoles. Y siempre me quedó ese sentido de lamento y de dolor detrás de estos versos, como si nada más fuera posible, como si solo quedara el llanto y decirlo por escrito.
Y, en el fondo, detrás de esa sensación, estaba implícitamente anudada una idea que me liquidaba, una especie de derrota que no se podía controlar. Como si la muerte fuera capaz de llevarse todo, hasta las ganas de encontrar consuelo. Recuerdo que la profesora de Lengua nos dijo que este poema —lo hizo con absoluta convicción— demostraba que el espíritu pesimista del ecuatoriano ya estaba presente en nuestras raíces indígenas.
Una tontería propia de un proceso educativo ecuatoriano lleno de prejuicios.
Pero esto no va por ahí. Si he pensado en el “Atahualpa Huañui” es porque a través de las lecturas de “Antígona González”, de Sara Uribe, y de “La reclamante”, de Cristina Rivera Garza, he tratado de recordar todos esos registros que no logran contener la inmensidad de la muerte. Esa relación entre muerte y literatura, dolor y literatura, permanencia y literatura, poder y literatura.
Entre un “yo” y un “nosotros”. Todos los cruces posibles que, en definitiva, terminan siendo un grito hacia una estructura que aplasta y oprime. En textos como el de Uribe y del Rivera Garza, al hacer un ejercicio de contener la muerte o la ausencia de seres queridos desde diferentes voces, se colocan de frente ante un sistema que asesina, que desaparece a personas y que mide todo en función de lo que puede exprimir de cada ser que, eventualmente, va a morir.
Al abrazar a la muerte, al encontrar un mecanismo literario para representar el malestar del mundo y asumir una posición en la que una voz pueda ser la voz de otros y otras, la poesía —en este caso puntual— es una muralla inquebrantable.
Ya no solo es el llanto por la desaparición. No es solo la desesperación. Ya no es el poema como denuncia o protesta. No se trata solo de una voz frente al mundo. Ya no es un autor o una autora que busca cambiar las cosas. Ya no es necesario.
Al abrazar la muerte se le hace saber al sistema que se comprende cómo su maquinaria de guerra, su estructura de consumo de vidas, articula sus formas criminales de entender la existencia y se le dice: no, aquí no habrá silencio.
Ese poder, maravilloso, es el de la comunidad. Y ambos trabajos lo dejan en evidencia.
Una muralla por el hermano desaparecido
En la tragedia griega “Antígona” —escrita por Sófocles, alrededor del 441 antes de Cristo— la protagonista central —hija de Edipo y de Yocasta— se enfrenta a los designios del poder: a su tío, el rey Creonte, y decide darle sepultura a su hermano Polinices, violentando la norma del gobernante.
La tragedia esconde el enfrentamiento, el hacer lo correcto y lo que se debe, incluso desde lo emocional. La tragedia se traslada hoy. Y en lugar de hablar de un gesto autoral, que agarra un mito y lo convierte en texto dramático, la acción es mucho más compleja e intensa.
Esto lo sabe Sara Uribe, que construye en “Antígona González” (Sur+, 2012) un texto que se mueve en varios registros y que al hacerlo provoca algo más. Sara Uribe no es la voz, es la que ordena. Ya no es autora en un sentido tradicional, en función del mercado. Es autora porque estructura. Porque se apropia y pone múltiples voces y textos a dialogar, a convertirse en una puesta en escena colectiva. Se crea una comunidad basada en las desapariciones de personas en un México condenado por el narcotráfico. Una comunidad que lamenta, sí, pero que dice presente y no se calla.
La tragedia ya no es dirigida por los personajes. La tragedia es asumida como punto de partida de un coro que no va a dejar de hablar —si es que se me permite tomar las figuras del teatro clásico—. Un coro de voces múltiples que demandan ser escuchadas y que componen un texto que está pensado desde otras vertientes.
“Antígona González” es un poemario/ensayo/texto collage/narración —como se le quiera decir— que abraza la muerte de la violencia narco en México, que se sostiene sobre el peso de una y varias Antígonas que no han querido serlo, pero les tocó. Mujeres y gente que no saben de su hermano, hijo, padre, tío, amigo. Mujeres que han visto la muerte en seres queridos. Voces comunitarias, comunidades que se crean en medio de una circunstancia dura, sentencias con un mismo valor que se juntan para enfrentarse a la violencia, a ese poder —a ese Creonte que lo amordaza todo, como se lee en un punto del libro— para, así, operar en un terreno de memoria, de vida, de supervivencia. Se trata de vencer a la violencia con una escritura que rompa todo.
Algo de esto lo explica Cristina Rivera Garza en su libro “Los muertos indóciles”:
“Tengo la impresión de que la configuración de comunalidades horizontales que develen y propicien la serie de prácticas comunales que estructuran los textos más variados, no sólo contribuye y contribuirá a la producción de escrituras arriesgadas y fuera de sí, sino también, acaso sobre todo, a formas del estar en común que funcionen justo de la manera contraria a como opera la violencia (Garza 2019)”.
Hay que detenerse un segundo para explicar el término de “comunalidad”, que aquí aparece y que Rivera Garza toma de la cultura de los indígenas mixes, en México, porque funciona de manera mucho más contundente para referirse a esta escritura que se apropia de la muerte, del dolor que provoca y encuentra en otras voces una forma de manifestar el síntoma. Para Floriberto Díaz Gómez, líder y pensador mixe, “la comunalidad es el elemento que define la inmanencia de la comunidad” (Programa Universitario México Nación Multicultural s.f.). Y de acuerdo a lo que se encuentra en la página web del Programa Universitario México Nación Multicultural, de la Universidad Nacional Autónoma de México, esta comunalidad está integrada por cinco elementos: La Tierra —madre y territorio—; el consenso en asamblea para tomar decisiones; el servicio gratuito —como ejercicio de autoridad—; el trabajo colectivo —como acto de recreación—, y los ritos y ceremonias como expresión del don comunal. La comunalidad aparece como una experiencia comunitaria y de unidad con mucha más fuerza; como si en el colectivo estuviera la respuesta a todo.
La idea de la comunalidad es poderosa. Funciona también como base para la desapropiación, otro concepto —ligado a Cristina Rivera Garza— que es necesario cuando se experimenta “Antígona González”. Porque toma los textos de diversas personas, autoras y fuentes —así como referencias diversas— y más que “apropiarse” de ellos, les elimina su contexto —los descontextualiza— y los coloca en otro espacio. Y, obviamente, al final del libro encontramos de dónde salen las palabras; se definen las autorías totales.
Es la comunalidad la que permite que estos textos hechos por fragmentos de palabras de otras personas se opongan a la violencia. Para ser ese grito que retumba. Es a través de la comunalidad que ese abrazo a la muerte está compuesto por varios cuerpos que cruzan sus extremidades, sus brazos, para que nada cruce a través de ellos, mientras caminan.
Sara Uribe intercala varias voces. No es la autora, está para dar sentido —a pesar de que “Antígona González tiene una onda de constante flujo de conciencia— a notas de prensa, a declaraciones de familiares de personas desaparecidas, al relato de una mujer —quizás la voz principal— que busca a su hermano Tadeo, al recuento de otras Antígonas en la historia, desde la de Sófocles, hasta una cubana, pasando por la escrita por Marechal o una Antígona Furiosa, escrita por Griselda Gambaro. Sin olvidar lo que María Zambrano escribió o lo que a su vez hizo Judith Butler. Sara Uribe es una voz y es todas las voces. No representa, hace que esas mismas voces hablen.
Y en medio de ese caos de voces, de recuentos, memorias, deseos, dolores y sueños, surge la fortaleza. En la reiteración de algunas frases y expresiones se produce la presencia de este coro de dolientes que se enfrentan a un poder que los ignora y que aniquila a los suyos. La maquinaria asesina, los Creontes inamovibles, se topan con estas voces que están abrazadas, en una línea y que dicen “Somos muchos”, constantemente. La primera persona del singular pasa a ser primera persona del plural. Si es que no es así desde el inicio. A través de recuento de casos, de la narración de recuerdos, sueños, los pedidos de los dolientes, los desaparecidos se contienen y existen. Son parte del lenguaje. Al ser abrazados por la gente que espera respuesta y que se asume también como los que han desaparecido —“Yo también estoy desapareciendo, Tadeo”— todos son más fuertes. La fuerza está en la tensión de la presencia, en ese eterno presente de un texto.
Sara Uribe es ella y es todas las voces. Es Sandra Muñoz en el texto, es una mujer que busca a su familiar desaparecido. La autora, Uribe, ordena y ensambla las palabras y referencias hasta que todos los brazos consiguen entrecruzarse para avanzar por las páginas. Un libro como una marcha eterna, que va a avanzar, que va a luchar contra el sistema —la maquinaria de la muerte, el poder capitalista/mercado/patriarcal— que sigue consumiendo a las personas sin ningún tipo de empacho. No es cambiar la realidad, es escupirla.
Y en ese armado que hace Uribe, hay un discurso que, entre idas y vueltas, va estableciendo una posición clara que es también un traslado. Uribe se desapropia de textos —nuevamente Rivera Garza— y permite un recorrido que por momentos es simultáneo. La búsqueda de un cuerpo, ese es el pedido. Pero todo se mezcla, no solo se crea un discurso comunal, una muralla como fuerza de choque. Hay un enfrentamiento con el mundo alrededor —“La vida nunca detiene su curso por catástrofes personales”—; la certeza de que no hay manera de recibir justicia —“¿Justicia? ¿Qué si espero que se haga justicia? ¿En este país?”—, y una aspiración de que esto no se repita, que esto deje de pasar —“Tal vez algunos no me entiendan, pero aún a pesar / de lo que te hicieron yo no anhelo como mucha / gente dice ‘que los maten a todos’ ‘que los exterminen como perros’. / Si yo quisiera eso no sería mejor persona que aquellos que acuso”—.
A través de esta desapropiación, Sara Uribe hace su parte para construir una comunalidad que no solo surge como combate a un momento que sigue siendo actual en México —Ecuador ya empieza a vivir algo similar—. Una comunalidad fuerte, sobre la que descansa el horror de los desaparecidos, las vidas truncadas y la gente que no desaparece porque son los bloques de ese muro, que en la muerte y en la inmanencia de esa comunidad que se confiesa como un “nosotros”, es capaz de enfrentarse al poder, para que esos cuerpos que faltan puedan recibir el tributo necesario.
Un enfrentamiento que Uribe termina por condensar en una decisión editorial: los derechos de este libro no son reservados. “Antígona González” recurre a una licencia Creative Commons como un gesto de revelación ante otro tipo de Creonte. El contenido se puede replicar siempre y cuando se diga de dónde viene; lo que supone un acuerdo entre lectores. De esta forma, la bofetada es completa. El cuerpo del texto seguirá teniendo vida. El abrazo sigue siendo un grito poderoso, hasta en contra de lo editorial.
El reclamo en coro
En “La reclamante”, el poema que Cristina Rivera Garza incluye en el capítulo “Los sufrientes”, del libro “Dolerse: textos desde un país herido” (Sur+ ediciones, 2011) es un texto que recoge frases, oraciones y versos respectivamente de Luz María Dávila —que se las dijo en 2010 al entonces presidente de México Felipe Calderón, como reclamos por la muerte de sus dos hijos, asesinados mientras estaban en una fiesta, junto a otras 13 personas—. También están partes del trabajo de prensa de Sandra Rodríguez Nieto y palabras de algunos versos de Ramón López Velarde, que se trastocan. Y, claro, versos de la propia Rivera Garza.
En este armado, que recurre a las cursivas, negritas y texto plano, los niveles son uno solo. La comunalidad y la desapropiación crean una novedosa manera de poner en carne viva una sensación generalizada. Del tipo que, para llegar a ser una experiencia en coro debió partir de algo.
Hay un gesto de crueldad individual hacia el individuo. El hastío está presente desde una voz que lee todo, que recopila y organiza. Lo que hace “La reclamante” es canalizar la ira y el dolor de una sola persona y revelar su carácter comunitario. Para que el coro funcione, hay una persona que se vuelve voz en cuello, arranque, ese primer bloque.
En su texto “La reclamante | La [re] escritura poética en Cristina Rivera Garza: [des] habitar el espacio”, Dalila R. Tienda hace eco de este proceso, que empieza por un solo ser —en este caso, de una madre— y que luego es capaz de destruir lo individual, para abrir el camino a una existencia comunal:
“Creo firmemente esto: todo dolor colectivo parte de la percepción individual (…) Cristina Rivera Garza convierte un reclamo doloroso, varios poemas de López Velarde y una nota periodística, en un testimonio, un poema sobre violencia, impunidad y dolor se convierte en axioma. La individualidad del oficio de escribir se dinamita y la primera persona del singular [Yo no le puedo dar la bienvenida] se transfigura a medida que es leído (Tienda 2011)”.
Frente a “Antígona González”, el texto procesado por Rivera Garza es mucho más corto, pero eso no le quita contundencia. Quizás esto sea parte fundamental del ejercicio de la desapropiación; de generar esa muralla y mostrar su poder cuando al usar textos de otros espacios, al deshabitarlos y vestirlos en otro lugar, el resultado solo es posible en un contexto más poderoso. La comunalidad sería también el cruce de contextos. Pasa con el texto de Sara Uribe y en el de Cristina Rivera Garza se siente con mucha más inmediatez por las decisiones de estructura.
Es imposible no aceptar que la comunalidad es una experiencia emocional cuando se lee “La reclamante”:
“Discúlpeme, Señor Presidente, pero no le doy
la mano
usted no es mi amigo. Yo
no le puedo dar la bienvenida
Usted no es bienvenido
nadie lo es.
Luz María Dávila, Villas de Salvárcar, madre de Marcos y Jose Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad.
No es justo
mis muchachitos estaban en una fiesta
y los mataron.
Masacre del sábado 30 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, 15 muertos.
Porque aquí
en Ciudad Juárez, póngase en mi lugar
Villas de Salvárcar, mi espalda, mi fulmínea paradoja
hace dos años que se están cometiendo asesinatos
se están cometiendo muchas cosas
cometer es un verbo fúlgido, un radioso vértigo, un letárgico tremor
se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo.
Y yo sólo quiero que se haga
justicia, y no sólo para mis dos niños
los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los fúlgidos perdidos
sino para todos. Justicia.
Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar, exigir, requerir, reivindicar
¡No me diga ‘por supuesto’, haga algo!
Si a usted le hubieran matado a un hijo,
usted debajo de las piedras buscaba al asesino
debajo de las piedras, debajo de piedras, debajo de
pero como yo no tengo los recursos
limosnas para las aves, mis huesos
mi carne
de tu carne mi carne
póngase en mi lugar, póngase
mis zapatos, mis uñas, mi calosfrío estelar
no los puedo buscar porque no tengo
recursos, tengo
muertos a mis dos hijos”.
Este fragmento del poema revela su densidad. Revela lo que está ahí. Pone en evidencia la comunalidad y esa posible construcción que nos toca a todos y todas. Lo que hace Rivera Garza es romper lo individual, y transformar esas frases —que son parte de la inmediatez de la comunicación y de las lecturas de poesía—en algo que nos resuena como propio. Ya no es “lloremos juntos por nuestra tragedia”. No es ese momento. Este reclamo es el reclamo de quien lo lee, de quien lo escucha. Aunque no estemos en México, aunque no vivamos en esa circunstancia. Todos somos parte del mismo reclamo.
Por eso, cuando se lo leyó en la Marcha Nacional por la Paz, en 2011, en el Zócalo de Ciudad de México, en este encuentro público convocado por el poeta Javier Sicilia, la fuerza de “La reclamante” es el mantenerse de pie, para seguir exigiendo y gritando, para abrazar a la muerte y restregársela a esa maquinaria letal, en su cara.
Bibliografía
Garza, Cristina Rivera. 2011. Dolerse: textos desde un país herido. Oaxaca: Surplus.
Garza, Cristina Rivera. 2019. Los muertos indóciles: necroescrituras y desapropiación. Barcelona: De Bolsillo.
Programa Universitario México Nación Multicultural. s.f. Los pueblos indígenas de México, 100 preguntas. Último acceso: 27 de mayo de 2022. https://www.nacionmulticultural.unam.mx/100preguntas/pregunta.php?num_pre=3.
Tienda, Dalila R. 2011. La reclamante | La [re] escritura poética en Cristina Rivera Garza: [des] habitar el espacio. 30 de mayo. Último acceso: 29 de mayo de 2022. https://lacoyolrevista.com.mx/2021/05/30/la-reclamante-la-re-escritura-poetica-en-cristina-rivera-garza-des-habitar-el-espacio/.
Uribe, Sara. 2012. Antígona González. Oaxaca: Surplus.