Texto y fotos: Adrián Gusqui
Mi amigo busca marihuana para esta noche. Lolabúm y Letelefono se presentan en el Soundgarden de Tumbaco este 12 de febrero. Se venden 300 entradas y 200 de esos asistentes estamos en la fila antes del concierto, por más de una hora, sin saber qué hacer. Son las 19:30 y hace un frío de mierda.
El amigo con el que viajo al concierto, desde el norte de Quito a Tumbaco, tiene un objetivo singular para las siguientes cuatro horas: buscar marihuana a buen precio en Instagram. Tiene un directorio y los demás amigos, con los que luego nos juntamos, también agregan su conocimiento a la búsqueda. El zapping y la compra-venta fracasan.
“¿Será que allá hay algo?”, pregunta a todos, antes de pedir el taxi que nos lleva al concierto. Le respondemos que “puede ser”. La fe intenta calmar la ansiedad de su misión fallida. Un halls negro es el único placebo que probamos para toda la rutina del concierto: fila-checking-encontrar-sentarse.
Al llegar la fila es larga, casi que dobla la primera esquina en el recinto. Extraña para un concierto alternativo en Quito. Sin ser exactos, son 70 metros de fila. Casi toda la cancha del Atahualpa. Ya en ella, se extiende un poco más en algunos minutos y termina por doblarse. Somos cinco amigos los que estamos agrupados acá, esperando que digan algo en la entrada o que nos dejen pasar de una vez. La búsqueda de mi amigo aún no ha terminado. Todavía mantiene la fe de encontrarse con un rostro solidario.
Las ganas de tres de ellos los vencen y salen de la fila para comprar cerveza en una tienda. Regresan a los 15 minutos con un six pack. En la espera, mi amigo pirata, ese que busca y no encuentra nada, se topa con su novia y el rostro le cambia. Ninguno de los dos sabía que el otro vendría. Aún en esta fila, él pasa de la aventura a la sobrevivencia. Es un drama adolescente a dos metros de mí. En una fila que no avanza. En los mismos puestos. Con el mismo frío de mierda. No sé bien si su ansiedad ha crecido, pero pronto vivirá un milagro.
Una mujer se nos acerca y otra se le une. Están buscando un encendedor. En esa búsqueda nos damos cuenta que las conocemos y se juntan a nosotros en la fila. El negocio está implícito, nosotros las colamos y ellas nos dan la esperanza de la noche. Mi amigo pirata se ha juntado a su novia y sus ojos se han abierto al ver la mano de una de las chicas, como el niño que se enamora por primera vez.
Estas dos mujeres arman un porro en la fila y lo fumamos entre ocho afortunados. Un hit es suficiente para empezar a comparar nuestros carnets de vacunación con el otro y olvidarnos de que hay un concierto en nuestra frente.
Avanzamos como en las filas de vacunación en agosto-2020. Lentos, con mascarilla, lentos, sin mascarilla, lentos, con humo, lentos, sólo lentos. Ya hemos entrado en la discusión más honesta de la noche. “¿Esto es creepy u orgánica?”. El análisis es profundo y sólo interrumpido por el guardia que nos pide el carnet de vacunación con las dos dosis, la cédula, el boleto del concierto y una requisa de dos cervezas que intentamos meter a escondidas.
Todos pasan. Al contario de seguir con la discusión sobre qué fumamos, entramos al concierto y lo olvidamos. Lo único que hay acá son sombras y uno que otro acodado en la barra.
Ahora vienen abrazos y besos. Dorian y Ernesto, dos amigos que estaban adentro desde temprano, nos reciben como en fiesta navideña. Felices, cordiales y en una mesa vacía.
El concierto demora una hora más. Sí, hay dos horas de espera desde que llegamos.
Buscamos un lugar en medio de la gente y nos sentamos en el piso, mientras en los parlantes del lugar suena electrónica a un nivel molesto. Los bajos son muy densos y el tono es anticlimático para todos los asistentes, que están sentados en espera de Lolabúm, la primera banda en presentarse esta noche.
Pasada la hora, el primero en salir es Joaquín Prado, guitarrista de Lolabúm. Jim Fabre se sienta en su trono de batero, pasa Martín Erazo, el guitarrista, y finalmente Pedro Bonfim, el vocalista. La gente se para automáticamente y el distanciamiento social es un mito. Es tan natural golpearse con la espalda y acariciarse los hombros entre unos y otros. Bonfim arranca probando el micrófono y luego esto se convierte en un performance a lo Freddie Mercury en Wembley-1986 o en esas canciones que los monitores nos enseñaban en los campamentos vacacionales.
—Uaaaaaaaaaa uuuuuuaa —canta Pedro.
—Uaaaaaaaaaa uuuuuuaa —canta el público.
Así por cinco minutos.
Lo que viene luego es todo magia. A cada final de canción me veía con un amigo y uno -o el otro- decía: “qué chucha”, “no puede ser” o “estos saben” con una mueca de crítico musical que se dejó seducir por letras donde perseveran las palabras ‘pene’, ‘amor’ y ‘polibiomayorga’.
Las canciones de su presentación son de sus dos últimos álbumes, «Verte Antes de Fin de Año» (2020) y «Oh Clarividencia» (2020). Para mí, la primera vez que los escucho en vivo. A diferencia de otros discos, acá se siente la furia y el control de la banda sobre su público, que crean dinámicas automáticas, como un Simón Dice constante. Si debes aplaudir, aplaudes. Si debes seguir la letra, la sigues. Si quieres otra, la pides. Escuchar a Lolabúm en vivo con estos discos es revivir y lamentar un recuerdo pandémico, el paro-2019 o algún amor a distancia. Todo tiempo pasado fue peor.
Es ese concierto que muchos necesitan para no perder memoria. Como leer alguna enciclopedia de los últimos cinco años y saberte de memoria cada prosa. ¿La mejor banda del Ecuador? Sí.
¿Este es su techo? Sí ¿?
La presentación de Lolabúm es, físicamente, cansada. Sudor, mascarillas abajo y golpes en el pogo son parte del diálogo entre todos nosotros. A mis amigos las piernas les dejan de responder y al amigo pirata eso ya no le preocupa tanto, está acostado en un sillón con su novia, en otro viaje. En el sueño que buscaba.
No hay canciones de su álbum «El Cielo» y eso decepciona a algunos que querían poguear un poco más. Aunque, apuesto, que no las tocaron porque debíamos guardar energía para Letelefono. O simplemente se pasaron por los huevos esa decisión y querían tocar lo que querían.
Se van y la gente pide otra. No hay otra. Se desarman los platillos y es hora de Letelefono, pero antes hay un intervalo larguísimo para que toque la banda liderada por Leo Espinoza.
En este intervalo me doy cuenta dónde estoy. Dorian me dice, mientras fuma un tabaco afuera del baño que “esto es como el 2018”.
Hay que caminar, conocer el baño, saludar gente, abrazar a desconocidos, perder a tus amigos, fumar un tabaco, dos tabacos, tres, escribir a alguien, volver a los debates de la marihuana, ver resultados físicos, secarse el sudor, hablar y luego olvidarte de lo que hablabas, tomarse fotos, pedir fotos al músico, recordar viejos conciertos, lavarte las manos, bajarte la mascarilla definitivamente, querer ir a casa, pedir un taxi, cancelarlo, quedarte una hora más, preguntar sobre el after, no cuadrar con nadie, cuadrar con dos afters distintos, farandulear, ver cómo farandulea la man más famosa del momento, el man más famoso del momento, no saludar a alguien porque es incómodo, colarte en VIP, romper un vaso, decirle a tu mejor amigo que le amas, vacilar con alguien, vomitar, declararte al desconocido, esperar solo, buscar grupo de amigos, jalar, brincar, respirar.
Al fin.
Letelefono se sube al escenario.
A diferencia de Lolabúm, la banda cuencana tiene un tono más soft. Su presentación es especial para las parejas enamoradas en el lugar e introspectiva para los grupos de amigos que están con el corazón roto.
Leo está calvo y su barba de varios meses es rosa. En el inicio del show se contornea como un divo. Onda José José. Moviendo su cadera, mordiéndose el labio inferior, gritando al cielo con su micrófono de Michael Buffer y viviendo su propio teatro tragicómico. Paralelo a esta coreografía, en el público hay otros bailes. Las parejas se aprietan las manos y acercan sus extremidades inferiores hacia el otro. Bailan lento y pegados. Las ganas tiemblan y recaen en series de besos que duran toda una canción. Se destrampan.
Los que están sin pareja deciden grabar historias de Instagram o cantar a todo pulmón, como mimetizándose con Leo.
En «Empate», una canción de Letelefono y La Máquina Camaleón, Felipe Lizarzaburu sube al escenario e interpretan esta obra del 2018, la más sonada de Letelefono en Spotify. El trámite es bastante directo y pasional. Los abrazos y las caricias atraviesan a Leo y Felipe, aunque a este último no se le escucha nada mientras canta. Al acabar la canción sostienen una mirada bastante cercana por algunos segundos y el público sólo mete la candela.
—Beso, beso, beeeso, besso —gritan todos.
Y no hay ninguna duda. Ambos se regresan la mirada, perdida hace poco, y se dan un beso profundo, con la provocación perfecta de dos amigos que sintieron la canción a todo volumen.
El público: grita. Un beso más a la memoria.
Las canciones del concierto son un popurrí bien trabajado, gracias a la larga discografía de la banda nacida hace casi una década. “Esto No Pasa en América” (2017), “Puro Sentimiento” (2018), “El Amor Existe” (2019) y su último disco “Ω” (2021) hacen parte del setlist.
En medio del show, todos los amigos que vinimos juntos nos reencontramos en unos sillones en la zona VIP, a lado del baño principal. Todos están en otro trámite de conciencia. Las dos amigas de la fila se reencontraron con ellos y repitieron el partido.
La presentación de Lolabúm pasa factura y lo único que podemos hacer ahora mismo es escuchar a Letelefono de fondo, mientras pensamos más las letras, sentimos más las caricias y mi amigo pirata sonríe porque está con su novia escuchando canciones de amor en vivo.
Cada quien vive a su manera. Todos estamos curcos, mano en la quijada, ojos ojerosos, comisuras de los labios para abajo. La memoria es trocha ahora mismo, pasan instantes. Últimos relatos de la noche. Chispazos. Pedir el taxi, ver la ruta, recordar las placas, el nombre del conductor, el dinero en la cuenta de banco.
—Mierda, estoy lejos de mi casa —me digo.
«No Te Vayas (En Ese Bus Interprovincial)» es la última canción que suena antes de irme del concierto, que está en su parte final. Todos los amigos en los sillones se arriman el uno al otro y cantan como barra de fútbol o himno nacional. Esta canción es el peak de estar acá. De las búsquedas y demás.
Cantando es que vemos los hechos. El amigo pirata está enamorado. Nadie lleva su mascarilla puesta. Es un tipo de cansancio estúpido y para nada justificado. Pero lo justificamos. En un concierto no es tan fácil sólo cantar con los ojos. También quiero gritar.
Y gritamos.
—Llegué —me escribe el taxi en la app.
—Me voy —les digo a mis amigos. Los abrazo o les doy un puño-contra-puño de despedida. Dorian, como me recibe, me acompaña a la salida. Caminamos un poco por defecto, mientras el concierto se está terminando a nuestras espaldas.
Lo demás casi que no importa. Afuera del Soundgarden hay carros con padres de familia dentro, esperando a sus hijos, uno que otro taxi en espera de su cliente, un Uber, Cabify, InDrive, todas las aplicaciones posibles.
El ritual de un concierto.
La segunda fecha en la gira nacional de Letelefono es abrumadora, con un lleno bastante aceptable en el Soundgarden. Más que un concierto fue el reencuentro de una escena que lleva años de generaciones encima. Adultos, adolescentes, groupies. Bromeaba con uno de mis amigos en decirle que “esto parece una reunión de colegio”.
Todos acá, saludándonos.
Algunos acá, ignorándonos.
Pero, de alguna forma, estando.