Texto: Andrés Sánchez
Hace algún tiempo, en un taller literario, un poeta y novelista ecuatoriano nos habló de las diferencias de escribir novela y poesía. “Se puede aprender a escribir novela”, dijo el tallerista. “Con la poesía es diferente”, agregó. “Lo tienes o no lo tienes”, terminó de sentenciar. Todavía no sé si esas palabras encierren una verdad, tampoco me interesa saber de verdades, pero sé que en ese “lo tienes o no lo tienes” el primer nombre que vino a mi cabeza fue: Pedro Gil. Si alguien lo tenía era él.
Pedro Gil (Manta, 1070-2022) nació para ser poeta. Desde su dura niñez en las calles de Manabí, Pedro se la pasó sorteando obstáculos para cumplir con su destino. No le fue bien como sepulturero, ocupación de su padre, no funcionó eso de querer ser abogado, abandonó la facultad de Ciencias de la Educación, intentó en el periodismo, como tallerista. Ya mencioné mi poco interés sobre verdades absolutas, pero si en algo no tengo duda es que Pedro era poeta y si quieren conocer más de su vida pues no hay más que hacer que leer sus poemas.
No es fácil hablar de la poesía de Pedro Gil. En primer lugar, exige abandonar ese lugar común del malditismo con el que se lo ha reducido. Gil rechazó esa torpe apología al poeta bohemio, bebedor, drogadicto. “Chinaski te están jodiendo”, escribió Pedro, a los antihéroes de la “moda Bukowski”. La marginalidad no es una pose, hay que vivirla, hay que habitarla y Pedro se desplaza en sus propios poemas hechos de vivencias, recuerdos de su propia reflexividad y de su forma de ver el mundo, de sentir. Está ahí, en las madrugadas en Manta, en solitarias cárceles, en centros de rehabilitación, en una memoria de la niñez, en la tristeza del duelo, en la alegría de amar y ser amado, en el cumpleaños de Luigi Stornaiolo al que fue invitado, en un departamento en Guapulo mientras suena una salsa, probablemente algo de Héctor Lavoe. Pedro transita en sus poemas.
La marginalidad atraviesa la vida y obra de Gil y es inevitable que haya influido en proceso creativo, en su sensibilidad poética, en su singular forma de encontrar belleza incluso en los lugares donde no parece haberla. En lugares lúgubres, en la pobreza, en escenas tristes, en el desamor.
“madre:
deja de engreír a Dios
con tus rezos
madre:
no temas si eres miserable
somos los llamados a entrar
al reino de los mártires
y los mártires son personas respetables.
madre:
vi a una señora puro hueso
y pura pena
retirando a un pequeño de la guardería
y creí que éramos tú y yo”. («madre», del libro «Con arrugas en la sangre», de 1997)
Si Pedro se reconoce en otra madre con su hijo, ¿no podemos nosotros reconocernos en el poema de Pedro? No es esa la finalidad de la poesía: conmovernos, tocarnos algo, paralizarnos como si nos arrojaran un balde de agua helada. Puedo ver a esa madre pura pena y puro hueso, le he puesto un rostro, la he mirado y me he quebrado al verla. Freddy Solórzano ya se preguntó ¿Para qué sirve Pedro Gil? En el epílogo de “Los poetas duros no lloran, Poesía reunida (1988-2019)” y llegó a la conclusión de que Gil sirve para poeta. Ya no lo digo yo, ya somos dos, o diez, o mil, o todos los lectorxs de Pedro que lo admiramos y que nos entristecimos enormemente al enterarnos que había abandonado este mundo hace pocas semanas.
Lo pude conocer en 2017. Leyó algunos poemas en la Feria del libro de Quito, esperé que se terminara el evento para que firmara mi ejemplar de Bukowski te están jodiendo y cruzamos algunas palabras. “Yo no creo en la humildad, están frente a una leyenda viviente”, dijo Pedro ese día para las menos de 20 personas en el Centro de Exposiciones del Parque Bicentenario en Quito. En sus poemas, Pedro no solo es un poeta, es un gran poeta y su razón de ser es escribir poesía. El arte no tiene por qué ser humilde.
La leyenda de Pedro Gil todavía vive en los más de 10 libros que publicó a pesar de su vertiginosa vida, muchos de ellos se los dedicó a María Isabel Silva, expareja. “Por ella no me mato”, escribió Pedro en la dedicatoria de “No es fácil ser gil (2019)”. La cercanía del poeta con la muerte estuvo presente a lo largo de toda su vida. Sobrevivió a la muerte de sus padres, de sus hermanxs: Victoria y Ubaldo, de amigos y conocidos de las calles, a intentos de suicidio y varias puñaladas. “Da pena morir” pidió que fuera su epitafio. Da pena morir cuando se nació para ser poeta. También vives en tus lectorxs, Pedro y esperamos que descanses lejos de los demonios que te atormentaron:
“que otro pare la guerra
he visto mi parentesco con la muerte
en uno dos tres Delirium Tremens
y supe que la muerte no es un juego
ni un ensayo
la muerte como la vida
tiene demonios que no vemos porque no nos da la gana” («breve biografía», del libro «Con arrugas en la sangre», de 1997).