Texto: Eduardo Varas C.
Siempre hay una tensión en la poesía de Juan José Rodinás (Ambato, 1979). Del tipo que aceptamos de entrada como lectores, porque lo que se desarrolla en los versos que forman parte de este, su más reciente libro —con el que ganó la edición XLV Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit, el año pasado—, colocan a la voz poética en plena revisión del pasado, a través del juego, de objetos, de sonidos y de la memoria. Es como si se pudieran descubrir, en lo que antes sucedió, las claves de un presente que, más que caótico, es inasible.
En «Fantasías animadas de ayer y alrededores» —Centro de Publicaciones PUCE, 2021— existe esta búsqueda de motivos o de sentidos. Es como si el viaje en el tiempo fuera posible a través de la palabra. De la mano de un sinnúmero de imágenes que se repiten a lo largo de las tres parte que integran el poemario: los trenes como vehículo, los árboles como signos, los pájaros como naturaleza exterior, la música de todo tipo como una mezcla propia del sinsentido. Este viaje trata de encontrar respuesta porque queda claro que la voz está enunciando algo desde un espacio de locura.
La portada, que corrió a cuenta del artista David Kattán, revela a un ser que tranquilamente podría estar internado en un centro psiquiátrico. Esa voz no está entera y los pedazos se recogen o se transforman al recordar.
«Soy un error, pero este error es mío», dice quien se mueve en estos versos. Un ser que observa y sentencia, incluso en su contra. Es alguien —o algo— que necesita una vía de retorno y se mueve por un pasaje que puede darle una respuesta imposible: «Y el camino es la casa de quien no tiene casa». Es el proceso lo que importa, donde está la poesía a pesar del malestar.
Tres partes y un solo movimiento
«Fantasías animadas de ayer y alrededores» está constituido por tres partes que están en contacto entre ellas, porque la «anécdota» que las separa es solo el instante de un trayecto. En la primera, «La inagotable estación de los trenes imaginarios», se produce el movimiento por lo interno, lo propio y por esa niñez en la que era posible la contención del mundo, en la palabra y en el juego.
Al llegar a «Un barrio de animaciones imprevistas», la segunda parte, existe una relación con lo exterior, con eso que se convierte en referencia y que le da forma a ese viaje retroceso. Juan José Rodinás coloca a la voz de los poema en un espacio de conciencia único: «Yo escribo lo que está fuera de la locura». Es en eso que flota por afuera donde se produce el sentido.
Y el sentido es la construcción, es armar algo una vez más, ese aparato que permita la cercanía con otros, para salir —«Ojalá que volvamos a estar juntos en una molécula de oxígeno»—. Es también reconstruirse, como parte de un juego, que requiera una forma de estabilidad: «Lego tras lego construiré mi cara…». Es una aspiración, quizás el reemplazo del cuerpo para obtener algo a cambio, una certeza en el recorrido:
«Esta vida es el sueño de unas máquinas muertas (…) Aquí todo es distancia. Una casa inhóspita».
La tercera, titulada «El niño que rebasó el filo del acantilado (no caerá hasta que mira abajo)», apunta hacia la pertenencia, hacia el destino de este viaje en tren que llevará a algún lugar, a cierta solución: «Otros vamos de viaje hasta que acaba la música de fondo (….) sobre las autopistas del mundo». No es un lugar apacible, pero los versos hablan de aceptación y pertenencia:
«¿A qué cosa he dedicado mis años? A escribir versos.
Apenas soy los errores que cometo ahora mismo
escribiendo.»
Con su poesía, Rodinás es una especie de experto en localizar pistas y rastros. Y transforma cada detalle en poemas que remueven y condicionan el andar. La belleza es hablar de Bowie, es no dormir, es permanecer entre paréntesis que están a punto de explotar. Todo lo que un poeta consigue con su obra es la mejor compañía para el viaje.