Texto: Solange Rodríguez Pappe
Un lugar con gente extraña
En la década de los ochenta tenía dieciséis años, había ganado un concurso colegial de cuento con un título catastrófico, “Susurros del Guayas” y, encima, me había enamorado del hermano universitario de una de mis mejores amigas. Le solté a mi padre una frase paralizante: No voy a estudiar medicina, quiero ser escritora. Así que él imaginó un escenario dramático, que sería como los únicos autores que recordaba: la suicida Dolores Veintimilla o como el equivalente femenino de los modernistas y se horrorizó. En ese entonces supimos por José Martínez Queirolo, el entrañable Pipo, que se daban talleres de cuento en la Casa de la Cultura y me recomendó hablar con Jorge Velasco. Un sábado en la tarde ascendimos por la escalera de caracol marmoleado de la Casa y llegamos hasta la biblioteca donde estaba trabajando el maestro. Yo tenía un sapo en la garganta. Velasco estaba rodeado de tres discípulos. Uno de ellos tenía la camisa desabrochada hasta la mitad y olía al alcohol agrio cuando empieza a evaporarse del cuerpo; el segundo me miró con tal desagrado, con una mezcla de burla y alquilación, que me hizo retroceder un paso. ¿Una puberta en un taller literario? ¿Cómo iba a ser eso posible? Al tercero le causé pena —¿Sobre qué escribes? —preguntó. —He pensado una historia de amor —contesté, condenándome definitivamente. —Acá se escribe de realidad, el amor es burgués. Mira a la calle, ahí está la realidad. Y sí, al frente del ventanal estaba el Parque Centenario con sus meretrices, sus maleantes a la caza y sus locos rezadores. Todo eso a los dieciséis, con una vida de marianismo a cuestas, me era incomprensible. Velasco, en cambio, fue amable, tal vez me vio como un caso perdido de entrada, pero lo disimuló. Me explicó horarios y me dijo que debía leer mucho, reescribir más y que me esperaba en una semana. Mi padre que había espectado la escena conteniendo su reprobación, me dijo, yendo escaleras abajo —¡Con esta gente rara no vuelves más! Y claro que lo entendía. Ese pájaro cucú de la escritura seguro iba a irse volando de mi cabeza pronto.
Una pregunta para rumiar primero
¿Por qué las figuras de los talleres literarios en Ecuador han sido casi siempre masculinas, aunque las lectoras, las creadoras y las entusiastas promotoras de la lectura sobrepasan en número a los escritores? Me hubiera gustado tener más modelos de mujer cuando era joven que la suicida o la loca de amor.
De cuando Miguel Donoso me mandó para la casa
Cursaba los semestres finales de la universidad, otra vez mi padre conocía a una persona que conocía a otro director de talleres de escritura, Miguel Donoso Pareja. O puede que esto sea tergiversación de mi recuerdo y yo misma conversé con Miguel Donoso cuando lo encontré en algún lanzamiento y, entusiasta como era, averigüé que daba sesiones en su casa donde asistían dos grupos. Uno mayoritariamente de mujeres y otro mixtísimo. Me apunté al de mujeres y asistí y par de sesiones, pero luego entendí que solo tendría tiempo para el de los sábados. Las muchachas querían mucho a Miguel y él se dejaba querer. Llevaban vino, comida, opiniones abundantes que retrasaban un poco las lecturas. Se empezaba temprano y se salía solo cuando el último tallerista hubiera terminado de leer hasta la última palabra de la página final. Para esas alturas, tal vez los noventas, la voz de Miguel ya se engarrotaba y sus manos no paraban de temblar. Desde dentro se lo empezaba a comer el parkinson. La voz se le quebraba. De Miguel recuerdo esta técnica de empezar amable e ir apretando. Detestaba los textos crudos o hechos sin voluntad. Salvaba hasta lo insalvable con un estoicismo que, ahora entiendo, era empatía desarrollada a punta de paciencia. Solo un par de veces lo vi exasperarse cuando los discípulos no entendían la razón por la cual estaba mal disparar primero y luego sacar el alma. Tenía favoritos, por su puesto, yo no era una de ellos. Algunos de sus alumnos más amados lo acompañaban a dar caminatas, merendar y hasta les prestaba sus libros. Un fin de semana cuando yo cerraba la sesión con mi lectura me dijo: —Tu cuento está bien, lo que te falta es ponerte horarios de escritura. Te sugiero que te retires del taller y que te concentres y escribas. No podía creer lo que escuchaba. —¿Eso quiere decir que no vuelvo más? — repregunté. —No es necesario que vengas, escribes bien. Anda y hazlo desde tu casa. Me encolericé por lo que leí como un rechazo. Había talleristas que llevaban años con Miguel, yo apenas estuve meses. La vuelta a pie la hice lentamente, llorando mi rabia, despotricando mi engreimiento. Al año siguiente publiqué mi primer libro cuentos. Era efectista, truculento, irreflexivo, pero hijo de la disciplina. Fue un buen consejo. Una de las recomendaciones de la solapa la redacto Miguel Donoso Pareja.
Reescribiendo los talleres literarios
Siempre he creído que mostrar la creación personal es un ejercicio de vulnerabilidad que no puede hacerse ante cualquiera, que requiere un clima de intimidad que no se puede improvisar. El taller nos provee de humanidad, esa es su condición primordial. Para “aprender a escribir”, hay muy buenos libros que facilitan el proceso que siempre es específico y personal. Lo que nadie está dispuesto a creer es que no hay un secreto dorado de oficio. Uno podría hacer ese camino solo si tiene paciencia y muchas horas disponibles para dar con las lecturas precisas. La persistencia ayuda a hacer algo bien escrito, pero no lo es todo. Hay combinaciones afortunadas y desastres, historias que nacen poderosas en sí mismas pero que se narran desastrosamente, experimentaciones efectistas y vacías, y también gente con un extraordinario talento que no continuó más con su don. El taller es un espejo multiplicado y mildividido en opiniones, muchas veces contrarias; obliga a tener convicciones. En la mayoría de los casos, los talleristas insisten en sus historias hasta que lo que han creado luce natural. Un flujo sin trabas.
Como decía, dada la complicidad que implica, me parece inconcebible que personas sin mayor recorrido crean que pueden empujar la complejísima maquinaria de un taller donde tanta sensibilidad hace equilibrio. Tanta trivialidad me desconcierta. Destapas, remueve, azuzas fieras que después se descontrolan y vienen contra ti. Impostar experiencia es antiético. No creo que sea posible un “taller” de un día. Eso hay que llamarlo de otra manera, finalmente el mercado está ahí y hay audiencia para todos, pero lo que yo he comprendido de los talleres es que la familiaridad del grupo es lo que lo sostiene y lo estimula. Eso se construye con cada ladrillo puesto en las sesiones. Un taller no es una fábrica de humo para sacar brillo del facilitador ni todo debe orbitar en torno a la dirección del tallerista como de un astro rey. Cuando un creador encontró su voz, o llega a una historia fundamental, el conductor desaparece y el tallerista ha tenido éxito.
Resumiendo lo que he dicho en este apartado, estoy convencida de que el arte sin responsabilidad es crear detritos en un mundo que no tiene idea de qué hacer ya con tantos restos. ¿Dónde pondremos tanto vacío? Se busca contar historias por innumerables razones, para volver a ordenar el desastre que ha sido la vida, para saldar deudas con los tormentos, para tener prestigio, para tolerar el aburrimiento o para parecer más interesante o profundo. Todo el mundo tiene derecho a construir su propia narración y a ser escuchado. En la creación, ángeles y demonios se confunden entre el vocerío, luego ya encontrarán sus diferencias los lectores. El taller es el sentido común que a veces el tallerista no tiene, es colectivo, pero también singular, una criatura con su propio carácter irrepetible.
Todas las formas son circulares
Somos cinco, a veces siete. Venimos haciendo esto desde hace casi dos años con pausas. Ahora me toca a mí sugerir posibles trayectos y siempre tengo más dudas que convicciones, no las disimulo. Cada historia que veo armarse desde la semilla me martillará en la cabeza por semanas. César Aira decía que el problema del cuento es que siempre nos reta a la perfección, a cerrar sus puntas y eso es exasperante, pero ahí vamos, con valor. Dialogamos, nos reímos mucho porque hemos desarrollando la confianza del que puede ser abiertamente ridículo. Se reescribe mucho, los textos reescritos tienen la dignidad del que sabe fallar mejor, siento gran respeto por los reescritores. A veces abrimos una botella o dos mientras leemos. Los talleristas llevan bocados para compartir y me acuerdo de Miguel Donoso. Mientras mastico contengo una sonrisa. Por ahora no mandaré a nadie para su casa. A veces se acercan chicos muy jóvenes, chicas que no tienen idea por dónde empezar a contar y alguien les ha hablado del taller. Vienen con sus padres y de entrada ven a este grupo diverso, parlanchín, expuesto, sufriente, carcajeante, con vino sobre la mesa y con papeles en las manos, trabados en discusiones argumentales. Unos marcianos. Qué gente rara, han de pensar, qué gente más rara.
Marzo 5, 2022