Texto y entrevista: Gabriela Verdezoto
―Hay que escribir lo que la época no quiere escuchar― dijo Ariana Harwicz en un conversatorio virtual al que fue invitada por la especialista catalana de narrativa hispanoamericana y crítica literaria, Dunia Gras.
Ariana Harwicz, la autora de Matate amor (2012), La débil mental (2014), Precoz (2015) y Degenerado (2019), también dijo que “uno no escribe con los grandes discursos sino con los restos” y que “un personaje son detalles y no juicios morales”.
Más adelante, Harwicz confirmaría lo que Dunia me contó en un café en Perpiñán, eso de que Ariana hace reflexiones tan fuertes y profundas hasta de una puerta.
Ariana Harwicz, escritora argentina que vive en Francia hace 14 años, estudió filosofía, cine, dramaturgia, fotoperiodismo, literatura comparada y nunca había pensado que sería escritora. Aunque la pasión ―esa “pulsión vital” de la que hablaba Clarice Lispector― se siente en cada una de sus respuestas, entonada con su voz ronca e imponente y acompañada por sus grandes ojos negros.
Su primera novela, Matate, amor se publicó en 2012, pero fue luego de ser traducida al inglés que formó parte de la short list del premio República de la Conciencia 2018, y de la list ManBooker International del mismo año. Ella cree que su obra pudo ser visibilizada al entrar en el mundo de ese idioma dominante. Ahora se la lee en árabe, francés, hebreo, holandés, griego, portugués, polaco, rumano, turco. También este primer libro fue declarado el mejor libro extranjero traducido al alemán en 2019 y finalista del BTBA (por su sigla en inglés: Best Translated Book Award) en 2020. Esto la hace parte de un supuesto “boom latinoamericano de escritoras”, aunque no es muy de su agrado esta idea.
Ariana es una ferviente guerrera contra todo tipo de alienación, de encajonamiento, de masificar nada. Ella cree que el trabajo de pensar y escribir es solitario, lo demás, corre el peligro de volverse ideología.
Ariana Harwicz tiene una mirada honesta, honestísima, que entrecierra cuando pone énfasis y que se desliza para un lado cuando se pone a reflexionar en vivo, en ese preciso momento. A excepción de esos sublimes momentos, cuando conversa, te mira fija, directa y profundamente. Todo el tiempo.
Ariana anota todo. Ya lo había dicho en una entrevista con Santiago Llach que, especialmente en el proceso de escritura de su primera novela, Matate, amor, llevaba su libretita junto a ella, el día entero, anotando, anotando, anotando, como robándole tiempo a la vida.
Después de ese primer acercamiento por Zoom, la contacté por Twitter. Me dio su número de teléfono y, de allí en adelante, conversaríamos por WhatsApp. Lo más poético que he logrado captar en una red social es cuando al abrir el chat me encontraba con un: “Ariana escribiendo…”
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Es verano, es viernes y hace mucho calor. París siempre será una fiesta, pero andar en el metro, con mascarilla, y a 33 grados de temperatura, debe ser validado como una visita al infierno. La gente camina de prisa, es casi una masa orgánica que se mueve de una manera coordinadísima. Enjambres de hombres y mujeres ocupados. Algunas líneas están en reparación, como todos sus monumentos, alistándose para los juegos olímpicos del 2024.
46 Rue de Tolbiac y Patay. La Pacha bar, ese es el lugar de la cita. A pesar de ser las 17h30, el sol no tiene indicios de cansarse. El cielo está muy azul, no hay un amago de viento, la humedad suspendida muteaba el ruido del movimiento. Las calles muestran sus construcciones estilo Hausmman, con esos edificios señoriales del 1800, grises, con muchas ventanas y balcones, sostenidos a sus pies por tiendas, farmacias, cafés, fruterías de colores tropicales y exóticos y, decenas de motonetas negras parqueadas en las aceras. La place de Jean d’Arc, con su iglesia de techo puntiagudo. Terrazas en las esquinas con mesas y parasoles y gente mirando lo que estoy describiendo.
Todo en tono naranja, con el sol luchando por pasar entre los balcones, y las calles, y los árboles y las motonetas. Hasta que el GPS del teléfono dice que he llegado a mi destino. En el techo, una visera muy típica francesa, de rayas verticales amarillas y lo que alguna vez fue blanco, con letras doradas, dice: “CAFÉ LE PACHA, SERVICE A TOUT HEURE” y en una pizarra negra, escrito con tiza blanca, ofrece HAPPY HOUR por 4,90 euros.
Al fondo, entre muchas sillas de mimbre alrededor de pequeñas mesas circulares, justo al fondo, cerca de la barra, está Ariana Harwicz, leyendo. Muchos papeles ocupan la diminuta mesa redonda, unos doblados, otros, más pequeños, dentro de una agenda, o quizá dos. Entre los documentos se hace paso una jarra de refrescante granadine de fraise. En ese instante el ruido vuelve, y no se irá durante toda la conversación.
Ariana no tiene mucho tiempo porque a las 18h35 tiene que volver a su casa ―que queda a unas cuadras de allí― para dar un taller de escritura, en vivo, en México. Cosas de la virtualidad. Así que decidimos que las fotos y los regalos serán primero. Le enseño el libro Degenerado, me pregunta si lo compré en Ecuador, le cuento que no, que, al menos en Quito estaba agotado, que lo compré en España. Me toma una foto con el libro y, en ese preciso instante, la envía junto con un mensaje de voz a su editora, para contarle que no había ejemplares, que “quería tener toda su obra en Ecuador”, y que cómo se puede hacer para volver a ponerlos en las librerías de ese país.
Luego le muestro los otros dos libros ―Matate, amor y La débil mental― de la editorial ecuatoriana Turbina. Se emociona, me dice que los recuerda con mucho cariño, e inmediatamente manda un mensaje de voz a la editora de Turbina.
Luego manda un mensaje a Mónica Ojeda, me dice que cuando ve a un ecuatoriano, se acuerda de ella, y le escribe.
Ariana dice que las cosas hay que hacerlas ese momento o no se las hace. Así comienza la entrevista.
Primera parte de la entrevista
Han dicho que sus personajes son alienados, o locos, o desbordados, o inadaptados. Que sus libros son fuertes, duros, por momentos difíciles de asimilar. Ariana ha dicho varias veces que lo que hace es explorar esos tres minutos que pueden separar a una persona legal, “normal”, correcta socialmente, de un criminal o de un monstruo.
Sus novelas caminan, se balancean entre esa fina línea que separa a los “buenos” de los “malos”. Narran lo que sucede en los instantes en el que cualquiera de nosotros puede pasar a ser el inadaptado. No escribe sobre asesinos en serie, sino del buen vecino, del profesor que en un momento se convirtió en otro, en un pedófilo. O de la madre enamorada de su cría que por instantes no lo quiere. Sus primeras tres obras tienen un factor común ―aunque insiste que no fue planificado así―: están escritas en primera persona y las narradoras son mujeres y madres.
―La maternidad no es un estado, no es un momento, es una identidad. En mi biografía como escritora y en mi recorrido literario, la maternidad sí que fue como un punto de partida, tal como fue la extranjería. Siempre pongo en puntos de igualdad la extranjería, el ser inmigrante, como lo soy, como lo estamos siendo, estar en terreno extranjero, en terreno desconocido, y ser madre. Como si la maternidad fuera también cambiar de lengua, también cambiar de nombre como la equivalencia a tener acento, como decir tu nombre distinto, en vez de Ariana, “Ariana” (lo pronuncia con esa ere típica del acento francés). Sentí que tuve algo de eso, de ser otro, radical y revolucionariamente otro y que estaba en peligro, como estar en peligro con la extranjería, de simular ser uno que no sos, siempre me pareció eso. Y ese desplazamiento hacia otro nombre nadie lo piensa o si lo piensa lo piensa como algo lindo, porque cierto, también es hermoso que te bauticen mamá, pero, también implican una supresión de la identidad, de repente me llamaban siempre mamá y no escuchaba más mi nombre.
―Parafraseando a Simon de Beauvoir madre no se nace, sino que hay que lograr serlo…
―Ahí hay un esfuerzo cultural, psíquico, porque también está ese equívoco, parís y sos madre… Pero tantos casos de mujeres, lo que pasa es que son un tabú, pero bueno, que miran al hijo y no solo no sienten nada, no lo reconocen, no es nada y hay una ruptura en esa especie de vínculo lógico que debería haber. Y la novela trata de pensar en eso que es impensable, que es inconcebible, que es no sentir nada por un hijo. Transita todas las ambigüedades de la maternidad; por momentos la madre que es madre no es madre, por tres segundos no lo es. Es permitirse esos huecos en las identidades.
Ariana utiliza mucho las palabras “tabú” y “políticamente correcto”, no para reinvidicarlas, sino todo lo contrario. Ariana habla con ímpetu. Mueve las manos. Tiene un brillo impresionante en los ojos. Sonríe de vez en cuando, muy pocas veces. Casi no ríe, pero tiene un finísimo sentido del humor.
Suena una ambulancia, en París siempre suenan ambulancias.
—El peor lugar del mundo para grabar ―dice Ariana —. Te cité en el peor lugar, lleno de bulla, ruidos, gritos, ambulancias.
―La maternidad es igual.
Llega la jarra de granadine de citron, con mucho hielo, que pedí para acompañar la de Ariana. A pesar de que estamos dentro del local, como en la parte alta de un cerro y desde ahí cayeran y se dispersaran las demás mesas hasta copar toda la vereda; el calor, en sentido contrario, nos inunda.
―En tu segunda novela, La débil mental, hay ese conflicto madre e hija, por momentos es como una obsesión entre ellas, a veces existe un rechazo, pero también en la relación hay ternura…
―La literatura y el arte, para mí, tienen el deber… lo que pasa es que hubo muchas épocas de la historia que no se podía decir, que no se podía pintar, que las obras eran quemadas, tratadas de degeneradas, bajo el régimen nazi, etcétera… Pero casi el único deber que tiene el arte es de tener coraje y de ir hacia la verdad. Y la verdad también es que en esa imposición a las madres se esconde todo lo demás. Hay madres que se tiran por la ventana. Acá, hace poco, pasó que una madre con dinero, con marido, con un nenito precioso de cuatro meses se tiró por la ventana y eso es del orden de lo inconcebible, de lo inaceptado. Yo trato que en mis novelas esté lo inaceptado, lo indecible. Bueno, el lado B.
―Lo políticamente incorrecto. No hablas de la mamá que cocinan pancakes…
No, porque atrás de un decorado, que es cierto, siempre hay un contradecorado. Cierto que cocinan pancakes, pero luego está el contradecorado, qué pasa cuando se apagan la luces. Esa contraescena es la que siempre me interesa, eso es muy teatral.
“Coraje”. Esa es otra palabra que Ariana pronuncia muy seguido. Que para escribir hay que tener coraje. Ese que necesita el escritor para escribir contra su época.
―¿No se te hizo duro, digamos, escribir unas escenas muy fuertes, siendo madre? A la vez entiendo, porque tú hablabas en otra entrevista que cuando uno escribe, escribe sin identidad. ¿Cómo se logra llegar a ese nivel donde se escribe sin identidad?
―La idea de identidad que está tan de moda ahora y está tan vuelto valor supremo, como una especie de heroísmo de adquirir una identidad de origen, como si uno fuera un héroe por declararse de tal o tal identidad. No me parece un valor supremo en absoluto. Pero, lo que quise decir y siempre es bueno aclararlo, es que cuando uno escribe es imposible que se ate a una única identidad, sino es una mala literatura para mí, porque pensar es imposible frenado por las barreras de una identidad o de una ideología. Por eso, todo el tiempo que escribo, trato, al contrario, de poner una bomba, de incendiar eso, de ir contra eso, contra mis propios prejuicios, contra la identidad única, contra la historia. Es el salto a la alteridad.
―Es una lucha interna, entonces.
―Sí, es una lucha, es una pugna, me acuerdo que es una de las primeras cosas que dije cuando empecé a escribir hace diez años, lo primero que dije es “hay que vencer el pudor”. Me acuerdo lo primero que dije hace mucho: que escribir con pudor es imposible. La autocensura será más fuerte que cualquier dictadura en Bielorrusia o China, es que es imposible, ahí no hace falta que el enemigo venga a buscarte. El enemigo sos vos. Todo eso es una lucha y es una ética, y es todo el tiempo: escribas lo que escribas, hay que obedecer el rigor del arte y no de las autocensuras.
―A veces uno sí piensa en el qué van a pensar con lo que escribo.
―Ir contra la autocensura lleva una vida. Uno piensa “soy grande”, y no; a mí también me ha llevado 35, 40 años y todavía uno nunca está emancipado. Nunca uno es independiente ni de la sociedad, ni del marido, ni del prejuicio, ni de la lógica del ambiente, siempre vas a tener miedo a ser expulsado de un cierto lugar, no importa en el país que sea, porque es lo mismo en Guayaquil, en Quito, en París, en Berlín. Es lo mismo, y el artista debe ir contra eso. Por eso dicen que un intelectual siempre es en singular; “los intelectuales”, después, cuando arman manadas, una masa, responden a una ideología. Un intelectual, un artista, tiene que ser solo, aunque después te alíes, pero tiene que pensar solo, porque si no ya estás armando equipo y eso ya no es pensar, y eso es lo más difícil.
―En una de tus entrevistas dijiste que viajaste para tener más conciencia del lenguaje, y que todo viaje es un laboratorio lingüístico.
―¿Cómo sabés qué dije eso?
―Porque lo anoté, porque me encantó.
―Y ¿yo dije eso?
―Sí.
Y, es que es cierto, fue una experiencia de laboratorio lingüístico que nunca había tenido. Para mí, mi escritura nació de ese shock cultural y de esos conflictos que yo también tengo con la patria de llegada que no es patria, con este no lugar que son esos pueblos para mí. Porque finalmente son no lugares, no me conoce nadie, ya no tengo familia ahí, no estoy integrada, no digo que soy una paria, pero no me conoce nadie, no tengo red, no tengo familia, el contraste con Argentina cuando voy, o cuando voy a otros países donde tengo amigos. Es como un estado de soledad que es muy incómodo para la vida, pero que es muy fértil para escribir.
―Puedes observar más…
―Sí, observar más, parar las antenas. Siempre en teatro se dice: hay que parar las antenas, las antenas lingüísticas, y escuchar. ¿Viste que los perros, o no sé qué animal, escuchan sonidos que otros no? Bueno, un escritor tiene que ser eso, tiene que escuchar niveles, frecuencias, modulaciones de la voz, del acento, que otros no escuchan. Para mí sirvió como laboratorio. En Buenos Aires, en Argentina no lo sentía eso, o sea, me doy cuenta cómo hablan todos, pero son como extensiones mías, es como escucharme a mí.
El año pasado, en una entrevista con Santiago Llach, un tallerista le preguntó a Ariana qué podía hacer para publicar una novela que ya tenía escrita. Ella le contestó que “escribir es una guerra contra todo”. Dijo que si uno cree que lo que tiene realmente hay que publicarlo, si realmente cree que vale, si siente que es cuestión de vida o muerte; entonces, hay que bombardear, hay que encarar una guerra total. Mandar el libro a las editoriales que cree que, por el catálogo, pueda interesarles. Que hay que insistir, intentar. Allí contó que su primera novela se la autopublicó, pero también fue con su bebé de ocho meses en el brazo a tocar puertas, y mandó su obra a escritores, ensayistas, amigos. “Algunos me cerraron la puerta en la cara, pero hay que hacerlo”. Dijo que la novela le quemaba en las manos.
―¿Crees que la vida y la literatura son la misma cosa? En Twitter, en tu biografía, dices “escribo” ¿Qué es escribir para ti?
―No, o sea, es siempre como una doble moral, una doble ética, como una doble definición. Por un lado, la vida no puede ser la escritura, y la escritura no puede ser la vida. Como siempre digo, como ya sabemos, siempre hay una ética en la vida, y no la hay en absoluto en la escritura. En la escritura puedo hacer todo lo que no puedo hacer en la vida, eso es seguro, es como una negociación, una transacción. Bueno, voy a tratar de no ser una mierda de persona, voy a tratar de ser buena amiga, buena madre, pero en la escritura no. En la escritura lo que sea, no voy a ponerme ningún tipo de límite moral.
―Dices que para ti escribir es ir al encuentro de lo contrario de la identidad cerrada.
―Y sí, es que sí, es casi una militancia al revés.
Entre la bulla de París en una esquina a las seis y media de la tarde, suena un violín. No sabemos de dónde viene.
―Hablando de militancia, me encantó un tuit en el que decías “estuve leyendo novelas de autores, culturas y lenguas muy diversas, pero al final resulta que tenían el mismo estilo, creo que la intimidación ideológica es el último estilo”.
―Y sí, obviamente que sigue habiendo y habrá libros singulares, absolutamente emancipados que intentan independizarse de lo que tiene que escribirse; obvio que lo hay y son las perlas raras, es el arte eso. Pero la mayoría, y lo ves cuando los autores hablan de sus libros, para mí responden a llamadas que son extraliterarias, que tienen que ver con lo que se puede decir hoy y qué es mejor no decir, y entonces se igualan, porque el estilo de un autor es su coraje, es su fuerza, es su singularidad. Si están un poco plegados a un modo de decir, se empiezan a parecer las obras, por lo menos en las películas se nota.
―O sea, se llega a una reproducción de masa.
―Sí, eso. Entonces se empieza a homogeneizar todo, como la ropa, hablan todos iguales, los chistes son los mismos, los memes son los mismos. Comunismo dentro de la sociedad de consumo.
Estamos a contrarreloj, el tiempo pasa rápido y me queda una lista larga de preguntas por hacerle. A veces, mientras responde o me escucha, anota.
―Me gusta el detalle del Snoopy de tu libreta ―me dice.
―Es el pajarito del Snoopy, y tengo esta otra libreta y como tres cuadernos más.
―¿Viste que uno tiene varios cuadernos y varias anotaciones paralelas? Yo tengo también esta (la levanta), pero también tengo hojas sueltas con anotaciones.
Me lo muestra con una picardía en esos ojos que no han parado de brillar al hablar de esto, de escritura.
―¿Qué piensas sobre el lenguaje inclusivo? Cuando hablabas con Dunia y otros escritores en un conversatorio de este año, al discutir sobre el lenguaje inclusivo, tú decías que también hay que tener cuidado porque puede llegar a ser otra forma de “ideologizar”.
Su rostro cambia y se pone más seria.
―En realidad, creo que hay que tener mucho coraje en esta época, y más si sos mujer, pero siendo hombre también, para ir en contra o por lo menos dudar de la eficacia de la ideología, de la puesta en acto de ese lenguaje inclusivo y tantas otras cosas. Es más fácil plegarse, porque, o sea, hay detractores también, pero dentro de la élite cultural es muy aceptado. No, yo desconfío totalmente de todo, desconfío de cómo se comercializa y se instrumentaliza a las supuestas minorías sexuales, para mí se los trata de cosas. Hay una fetichización con los lgtb, los trans, los intersexuales, sobre todo con los trans. El mercado se aprovecha en cine, en las librerías. No les importa nada la dignidad humana, pero nada, se matan de risa, y lo que les importa es vender, después van a ser descartados por otro. Para mí son usados como bienes de consumo, como lo han hecho con otros grupos. Y después, respecto al lenguaje inclusivo, debo investigar mucho al respecto a nivel lingüístico, pero no me convence en absoluto la lentificación de la lengua, no me parece que visibilice más una equis o una e, y me da miedo cómo se están clasificando las personas, y lo que quieren es atraparte, lo que quieren es que digas qué sos, cómo sos y poder venderte todo lo que te pueden vender en tanto consumidor de… En absoluto quieren tu dignidad y tu libertad, en absoluto. El siglo XXI es reperverso. Pero bueno, como está disfrazado de una pátina progre, decir esto suena facista, pero para mí, los facistas son ellos. Es muy largo y muy complejo. Son revoluciones culturales. Ha habido tantas, hay que ver qué sucede después. También muy nuevo es este tema.
Lo dice con un tono, a veces de rabia y a veces de resignación. Estamos por despedirnos. Antes, le entrego el último regalo: una cajita de madera con un imán para la refrigeradora con forma del solitario George, la tortuga gigante insigne de las Islas Galápagos. Lo toma, sonríe y se emociona mucho, dice que es perfecto para su bebé de tres años que está encantado con los imanes que quita y pone de la refrigeradora.
Nos abrazamos y se va corriendo a su taller de escritura. Quedamos en seguir conversando por WhatsApp.
Segunda parte de la entrevista
Ariana ha dicho que ella no puede ponerse un horario de tres horas para escribir, que eso es como escribir como amante. Que ella escribe todo el tiempo, día, noche, con los hijos al lado, o encima. O encerrada en el baño.
Que hay que pagar un precio alto por escribir, alto, altísimo, y que hay que estar dispuesto a pagarlo. Un precio que no es solo en dinero, sino también reflejado en ese tiempo que te absorbe. Y suele contar la anécdota del amigo que le dijo que se moría por escribir, pero que no quería un quilombo con su mujer. Entonces, no. Que su ética como escritora es que hay que escribir lo que hay que escribir; después, si la mujer se enoja, si te pide el divorcio, será que te lo tenía que pedir. Y recuerdo esa frase que dijo en otra entrevista, esa de “escribir es un acto de violencia a uno mismo”.
Ha pasado un mes. Le mando un mensaje a nuestro chat para terminar con algunas de las preguntas que se me quedaron en la lista; como, por ejemplo, cómo ha sido la reacción después de un año de su publicación en países como Irak.
Me responde pronto, por audios de voz. De fondo suena un parque con muchos niños, gritando, jugando, riendo. Me dice que no sabe mucho de lo que pasa con esas lecturas de su obra en países como Egipto y Líbano. Que está circulando, pero todavía todo es muy hermético.
Le escribo sobre lo que ha repetido en varias entrevistas, de que la escritura es una guerra a todo.
―¿Sigues creyendo eso?
―Sigo pensando exactamente lo mismo, quizá cada vez más radicalizada si se quiere, como un proceso de radicalización de extremar la hipótesis de la escritura, no de aburguesarse o de conformarse, de entrar en un lugar de confort o de protección en la escritura, o de certeza, no sé; sino al revés. Cada vez que avanzo en el camino del arte o de la literatura, pensar cada vez más que escribir es esa guerra, ese enfrentamiento, ese todo o nada, ese contra viento y marea y llevarlo a cabo en las novelas, como ves el esquema de mis novelas, es cada vez más antisistema.
―Sobre los dos primeros libros que escribiste y los quemaste, los desapareciste… el que Luis Guzmán te dijo que le faltaba su propia lengua y la novela que le presentaste a Santiago Llach y que tampoco te animó con sus comentarios. ¿Tienes todavía guardados en algún rincón del mundo o fueron radicalmente eliminados?
―Respecto a las dos novelas… y hay más que escribí, incluso que mencioné en algunas entrevistas y charlas que vos quizá escuchaste y que no se publicaron, que no se armó una forma porque todo se trata de eso, el arte encuentra su forma, y la forma es todo, después no importa nada más… No, esas dos novelas no fueron destruidas, existen, están, están archivadas, no me interesan, o sea no pienso en reeleerlas, ni publicarlas, ni en sacarlas a la luz. Son como una preescritura. Creo que todo escritor, en la pintura y en la música puede haber lo mismo, tiene estos como preludios, salas de espera, pre-obras, y me parece que está bien que se queden en ese estadio.
―¿Sigues escuchando con frecuencia a Glen Gould?
Se siente que ríe, estoy segura que ríe.
Sigo escuchando Glen Gould con frecuencia. Me acompaña en la vida, me guía, me conmueve, me ayuda, me da fortaleza, sigo escuchándolo y sigo viviendo su música.
―Utilizas mucho en tus entrevistas la palabra “coraje” y da la idea de que cada vez la necesitamos utilizar más. Coraje para decir lo que pensamos, por ejemplo, en Twittter. Me encantó tu tuit de ayer.
―Bueno, gracias por lo que decís del coraje, sí, es como un leimotiv para mí, para con lo demás, para mi relación con el mundo y con las otras obras y con los otros artistas, pero para conmigo misma ¿no? Como una especie de incitación a tener fuerza, coraje, envalentonamiento, pero para conmigo misma a la hora de escribir, esa es mi ética.
Me refería al tuit que escribió días después de revelarse que, el Premio Nobel de literatura 2021, la academia sueca se lo otorgó a Abdulrazak Gurnah:
Premiar una obra argumentando la empatía y la intransigencia frente a los efectos del colonialismo, los refugiados, los inmigrantes o los sobrevivientes de la guerra me parece extorsivo. El arte no rinde cuentas a la solidaridad humana, tampoco se somete a las leyes de la época.
— Ariana Harwicz (@ArianaHar) October 8, 2021
Me despido con un audio, me disculpo porque mi fondo también estaba teñido de gritos de guaguas, y ladridos de perros.
Escribir, ante todo, a pesar de todo.