Texto: Sergio A. Poveda
En marzo de 2021, un coyote dejó caer dos niñas ecuatorianas desde el muro de cuatro metros que separa el desierto estadounidense del mexicano. La escena se hizo viral, pero se suma a las tantas sobre la arrasadora migración de niños centroamericanos que llegan a ese punto cada año. ¿Qué les ocurre en el lado gringo de la frontera? La escritora Valeria Luiselli (1983) aclara el enigma en sus dos últimos libros: Desierto Sonoro (2019) y Los niños perdidos (2016), que le valió la Beca MacArthur —el premio de los genios—, también el American Book Award y, según The Guardian, está entre los 100 mejores libros del nuevo milenio. La tesis de ese ensayo es que una «guerra hemisférica» —la guerra del narco— conduce a niños centroamericanos a huir hacia el norte.
«Los niños que cruzan México y llegan a la frontera de Estados Unidos no son «migrantes», no son «ilegales», y no son meramente «menores indocumentados»: son refugiados de una guerra y, en tanto tales, tienen derecho al asilo político». («Los niños perdidos, 2016)
Este conflicto empieza en los Grandes Lagos del norte de Estados Unidos y termina en las sierras de Celaque, en el sur de Honduras. Y va a empeorar. Su documentación sobre la diáspora latinoamericana hacia los Estados Unidos y las observaciones sin anestesia respecto de las políticas estadounidenses de inmigración, coloca a Luiselli entre las escritoras de peso del momento. Eso sí, a la escritura llegó por accidente.
El dúo dinámico
Quería brincar y arquearse como un cisne bajo la luz tenue, para la audiencia curiosa, más allá de las tablas, en lo oscuro. A ese sueño “le metí un chingo de ganas”, dice Valeria Luiselli. pero el anhelo de convertirse en bailarina profesional, de a poco, se volvió una torre en caída.
Con diez años llegó a Sudáfrica, al poco tiempo su madre regresó a Chiapas. El trago amargo del divorcio parental, por supuesto, era mejor no hablarlo. Con el tiempo, los libros de Judy Blume le enchufaron con la lectura, ni de lejos la escritura se le antojaba; mejor dicho: ni a arañazos le hubiesen quitado el afán por la danza. Debido a las misiones diplomáticas de su padre, Luiselli pasó temporadas en Corea y Costa Rica, y a los dieciséis —independiente— se internó en un colegio hindú. Allí se unió a una ‘comunidad de ñoños’ devoradores de novelas latinoamericanas.
“¿Si yo contaba historias en los almuerzos familiares?”, saca los ojos, luego niega con la cabeza. Un embotellamiento tenía más fluidez que su castellano, por eso se inscribió en la escuela de Filosofía de la UNAM en 2001. Aquel retorno a México le reservaba ciertos estímulos literarios:
- “La filosofía me hizo una lectora más analítica”, señala.
- Visión de Anáhuac (1917) de Alfonso Reyes fue su ‘biblia’ en la mesa de noche, con ella cultivaba una misión especial: “hacer el idioma mío, dominarlo”.
- Un cigarro selló el nexo entre Luiselli y una ‘habitante’ de los pasillos universitarios.
—¿Cuál es tu onda? —dijo Luiselli.
—Soy escritora, —respondió Laia Jufresa, seria.
Esa convicción de la dieciochoañera conmovió a Luiselli —había escrito un par de cosas, ¿mostrarlas? Le ganaba la vergüenza—. La cerilla brillante y las volutas fantasmales mutaron después en un compartir de textos. De hecho, ese dúo dinámico se apoyaba codo a codo: “Me ayudó a mejorar la escritura y conseguir la primera beca por escribir, ¡era posible! Sin ser intelectual, encorbatada y —dice con voz de charro— con olor a la Sorbona”.
Letras Libres, la célebre revista mexicana, por intermedio de Álvaro Enrigue le solicitó resumir un libro (a raíz de que una profesora envío un excelente ensayo de Luiselli al editor —no lo publicó porque exudaba ambientalismo). En fin, Luiselli se ahorró quejas y la honestidad brutal de su reseña no solo hizo trizas al mal libro que le asignaron, también desencajó la quijada de Enrigue quien, atontado y maravillado, quiso conocer a la mente detrás de esas palabras.
El altar de Harlem, la editora y la tecnología
Sí, esta tarde, las nubes son canguiles —pienso. Zumban las abejas en los altos maples y Wu-Tan Clan en la peluquería, y se integra la fuerte sirena de la ambulancia: este es el soundtrack demente de la zona de Saint Nicholas Park. Esto es Harlem, barrio neoyorquino de raíces holandesas.
Hace 101 años, miles de afroamericanos escaparon de estados racistas para refugiarse en Harlem, lo celebraron al grito de “The new Negro has no fear”. Luiselli y su hija viven en el lado oeste de ese barrio cosmopolita, pues es cuna de distintas comunidades étnicas; allí también se rodó León: El profesional (1994) de Luc Besson.
Dos mujeres se saludan con acento dominicano, una lleva mascarilla de #BLM. Calle arriba, ¿hay una oreja gigante en esa ventana? —discierno. Se trata de un charango que, visto desde afuera, se apoya en el cristal oscuro de la casa de la escritora. Al interior, un altar da cuenta de sus credos políticos. Sendos maíces ocupan el marco de la ventana. Flores colorean la mesa repleta de fotografías de sus padres. Dos imágenes lanzan mensajes: el retrato de George Floyd detrás de unas velas y Mafalda, que con angustia deja caer un periódico. Junto al corazón espinado del centro yace una Virgen de Guadalupe que sella el toque bendito de la instalación.
La escritora lleva el pelo recogido, un piercing en la nariz y largos aretes que tiemblan. La bufanda naranja da vueltas su cuello. Ordenadas, al estilo minimalista, pilas bajas de libros ocupan las repisas a su espalda.
SP: ¿Cuál fue el móvil para escribir La historia de mis dientes (2013), novela por entregas?
VL: Conectar las entregas con la crítica que los obreros de Jumex hacían semanalmente. Ese intercambio transformó el significado y el valor del libro. De ahí, varía mi método de escritura.
SP: ¿Tu estancia en la librería inglesa Shakespeare and Company influyó en el desarrollo de Desierto Sonoro?
VL: Al escribir esa novela me permitieron vivir en un departamento arriba de la librería. Había libros que le pertenecieron a Simone de Beauvoir. Pude concentrarme. Les debo un chingo.
SP: ¿Te apoyas en algún tipo de concepción literaria para fabricar ficciones?
VL: De algún modo sí hay una conceptualización, excepto que la literatura no está desprovista de eso. Al final necesito escribir algo emocionalmente cautivador más allá de su “arquitectura” y forma, que también me interesan. Su pulso, el trasfondo más profundo, debe contener la emoción, la aprecio más con la edad. Si no, jugueteo un poco hasta hallar las raíces.
La mirada aguda y las ojeras marcadas le dan un perfil de pocas pulgas, pero su voz es amigable, adolescente, no aparenta más de treinta años. Al buscar palabras siempre frunce el ceño y con los dedos largos hace como si amasara un pan cuando explica algo.
SP: Cuéntanos de tu colaboración con Christina MacSweenney.
VL: Ella es traductora, ha sido una gran influencia en mi trabajo. Yo no tenía una voz en inglés. Las traducciones de Christina de mi voz en español al inglés fueron la clave en mi descubrimiento de un tono y una voz en inglés. Escribí un cuento en inglés después de que ella me ha traducido por varios años, o sea estaba escribiendo con la voz de Christina. ¡Fascinante! Lo reconozco: llegué a ser la escritora que soy en inglés por el trabajo de traducción de Christina con mi propia escritura en español.
El aguijón
Siendo madre de Maia y autora de tres libros —Papeles falsos, La historia de mis dientes y Los ingrávidos—, Luiselli aterrizó en New York en 2008. Su fin: hacer un Ph.D. en literatura. El azar le arrojó a otra rama de la comunicación: traductora de la Corte Federal de Inmigración en 2014. Enrigue, autor de Muerte Súbita (2013) y padre de un adolescente, vivía con la escritora, pero el matrimonio de estas dos brillantes plumas mexicanas desembocaría ‘desplumado’.
Ese año, 102 mil niños latinos llegaron a Estados Unidos. Esta crisis era el foco de la prensa, luego pasó sin más, como pasan las olas mediáticas.
Entregar los testimonios de niños indocumentados a los abogados para que los defiendan o desechen los casos, le dejaba insatisfecha. Antes de terminar 2015 perdió el estatus legal y tuvo que renunciar a la traducción. ¿Qué más podía hacer en ese país ajeno mientras esperaba la concesión de una Green Card y formaba una familia? “No te des vueltas, escribe de esta jodida crisis”, le retó múltiples veces su editor en inglés, John Freeman.
Debido a su experiencia como intérprete, eFldlla sabía que el 80 % de las mujeres y niños migrantes sufren violencia sexual en el camino, que se registraban 11 000 secuestros y 2200 restos humanos. Tal maraña de tragedias hispanas caló hondo en la novelista, le chupaba el alma y se cansó de que se le seque la boca de solo contárselo a su círculo íntimo.
Arqueada, no como un cisne sino como un alacrán encabronado, Luiselli usó el aguijón —sus manos—, y escribió en inglés la situación de los niños indocumentados. De hecho, los centros de detención privados para menores sin papeles —financiados con los impuestos de los estadounidenses— son un negocio gordo. Y Luiselli subrayó esa violencia institucionalizada con tal grado de denuncia que, quiquiriquí, sus editores mexicanos se despertaron como de un chuchaqui. Al hilo, en una cantina mexicana y con unos tequilas de por medio, le encañonaron: “Cómo eres gacha, Valeria… Güey, tienes que reescribir en español ese canijo de texto”.
Así nació Los niños perdidos, ensayo sobre el cuestionario de admisión para que infantes y jóvenes indocumentados sorteen la deportación y puedan acceder al asilo político.
«La ley estadounidense garantiza a todos los menores de edad educación pública gratuita, sin importar su nacionalidad o estatus migratorio. (…) Con el enorme desplazamiento de migrantes menores de edad a distintos pueblos y ciudades de Estados Unidos, muchas escuelas han tratado de negarle la entrada a los recién llegados». («Los niños perdidos, 2016)
Más allá de las distinciones, las críticas generosas y la exposición, Luiselli sabía que el meollo de su ensayo no se había disipado, estaba incrustado en su cabeza como una astilla. De momento, pese a las furiosas horas de escritura hasta la madrugada, no lograba interiorizarlo del todo. Aplazó el nuevo proyecto. Que la idea madure. Eran días cambiantes, un viaje familiar rumbo a Arizona confirmaría que nada iba a ser igual.
Ficción documental
Toda la familia —menos Luiselli— recibió la Green Card. Su matrimonio entró en una temporada huracanada. Y un problema ético le impedía avanzar: “no podía ficcionalizar la realidad de los niños sin papeles”, de la cual poseía un laberinto documental que revestía su vida íntima y clamaba por una forma. Recuerdo un verso de Langston Hughes: “¿Qué pasa con los sueños aplazados? ¿Explotan?”
La aventura hacia el desierto resultó en la separación conyugal y en una explosión creativa: la ficción documental. Escribió Desierto sonoro (2019), novela que profundiza en la diáspora de niños latinos, la familia y —amplifica— los sonidos cotidianos, pues le echan su grano de arena a las historias individuales:
«El lenguaje de los niños, de alguna manera, funciona como una vía de escape de los dramas familiares. Nos guía hasta un inframundo extrañamente luminoso, a salvo de nuestras catástrofes clasemedieras». («Desierto sonoro, 2019)
Este texto “no es un instrumento político… Me ayudó a sanar, coser y procesar heridas”, advierte Luiselli. Continúa —con un enfoque más familiar— la saga del drama de estos niños que se montan en “La Bestia”, un tren rumbo a la libertad del norte, la abundancia y la protección estatal, pero las más de las veces se topan con variantes de la pesadilla que dejan detrás.
«En un lapso de seis o siete meses, más de ochenta mil niños indocumentados provenientes de México y del Triángulo del Norte de Centroamérica, pero sobre todo de este último, habían sido detenidos en la frontera sur de Estados Unidos. Todos esos niños huían de circunstancias indescriptibles de abuso y de violencia sistémica, huían de países en donde las pandillas se habían convertido en para-Estados, usurpando el poder y adjudicándose la impartición de justicia». («Desierto sonoro», 2019)
Si bien sus primeras obras son más literarias, arde con la nueva faceta: pluma fina, filosófica y lanzallamas:
«Un refugiado es alguien que ya llegó a algún lugar, a un país extranjero pero debe esperar por un tiempo indefinido antes de llegar del todo. Los refugiados esperan en centros de detención, refugios o campos; bajo custodia federal y muchas veces vigilados de cerca por guardias armados. Hacen largas filas a la espera de comida, de una cama donde dormir; esperan con la mano levantada para preguntar si pueden usar el baño. (…) Esperan visas, documentos, permisos. Esperan alguna señal, instrucciones, y luego siguen esperando. Esperan que se les devuelva la dignidad». («Desierto sonoro», 2019)
Cada bloque de palabras lo ha sudado, acompañada por la vertiginosa Methamorphosis de Philip Glass; así confirma que “siete horas de trabajo” paren sólidos párrafos, de veras.
El pasado 21 de mayo, Desierto Sonoro —escrito originalmente en inglés— se llevó el Premio Literario de Dublín: 100 000 libras esterlinas (imponiéndose a Bernardine Evaristo por Girl, Woman, Other; Colum McCann por Apeirogon; Fernanda Melchor por Hurricane Season; Ocean Vuong por On Earth We’re Briefly Gorgeous; y, Colson Whitehead por Nickel Boys). Incluso Barack Obama lo promocionó en su lista de mejores libros del 2019, aunque el cool, culto y demócrata exmandatario es una de las figuras criticadas en Los niños perdidos, pues incentivó el Priority Juvenile Docket. Esa instancia legal aceleró las deportaciones de niños sin papeles: acortó su plazo para contratar una defensa legal de doce meses a solo veintiún días.
SP: Hay escritores que ficcionalizan realidades complejas (Bolaño, por ejemplo), ¿cuál fue tu posición para escribir tanto Desierto Sonoro como Los niños perdidos?
VL: En Desierto Sonoro la diáspora –de latinoamericanos al norte– está ficcionalizada y a la vez no. Además de esa crisis, trato de entenderla como parte de un ciclo histórico de violencia contra las personas de color que llegan a los Estados Unidos o que ya están aquí. La narración se yuxtapone al Trail of Tears de la deportación de latinoamericanos desde puntos específicos del país. Es solo una pinche novela, una rebanada de vida de gente que duerme, tiene sueños, se casa o se divorcia, en vez de un objeto para expresar mi visión política o un instrumento pedagógico. Si no, sería aburrida y didáctica. En cambio, con Los niños perdidos sí sentí la necesidad de que sea un vehículo de denuncia política. Luego trastocó en un ensayo inaguantable, ilegible y horrible. Me asfixiaba eso de darle un propósito; quedó como un testimonio honesto de lo que vi.
SP: Tus libros parecen colecciones o collages (objetos visuales, mapas, fotos, recortes de periódico), ¿cómo construyes esa interacción entre texto e imagen?
VL: No quiero controlar mucho esa interacción. Si coloco una imagen con una leyenda se da una relación dúctil. No hay tanto espacio para constelar significados entre ambos medios. Las imágenes y otros materiales me ayudan a pensar sobre una novela o un tema, me gusta dejarlos allí: que los lectores encuentren las combinaciones posibles que yo misma no las vi, pero emergen. También disfruto de libros que me empujan hacia otros trabajos o artistas. Y trato de escribir de tal manera que mi obra sea un pasaje hacia las ideas de otros, que no sea una ostra.
SP: ¿Al escribir en fragmentos cómo encuentras la estructura, cómo evitas perderte?
VL: Si no escribes de una forma convencional, lineal o por capítulos, cómo hallar la lógica de la continuidad. Debes probar otro modo de conectar tu producción sea con sonidos o imágenes. Sostenerlo cuesta. Mi método no es perfecto, cambia mucho. Los ingrávidos es un revoltijo, un copy and paste, lo imprimí y mezclé (sonríe). Un desorden. No retomé más esa edición, con Desierto Sonoro me hubiera vuelto loca. Mientras más te familiarizas con el texto, más rápido encuentras el camino. Sin ánimos de promocionar nada, uso mucho Scrivener, ese programa de escritura resolvió mis problemas. Cuando hacía el Ph.D. me lo sugirieron, no lo vi con buenos ojos al inicio, pero la tecnología me ayuda a mapear los fragmentos narrativos.
Provocando desde Harlem
Luiselli enseña en Hofstra University, tuitea y, a veces, escribe artículos periodísticos. En ellos deja de lado lo políticamente correcto: ha criticado al feminismo, a los gobiernos de Obama y Trump, al fallido Programa Frontera Sur mexicano. Con el giro que tomó en sus últimos títulos, intenta lanzar señales, algo que provoque “la conciencia del mundo político”, dice. Escribir no basta, pero ayuda a “entender lo impensable” y “las historias difíciles necesitan ser narradas, por muchas mentes y desde ángulos muy distintos”.
SP: ¿Qué producciones culturales recientes o clásicas te interesan en la pandemia?
VL: Inventory of Losses, sí, de Judith Schalansky. Ese librazo periodístico de Svetlana Alexievich: Second-hand Time. De Marguerite Duras reeleí El amante y On Writing. A mis estudiantes les enseñé el proceso de enamoramiento con dos ensayos: Fedro de Platón, que me sigue maravillando, y Uses of the Erotic de Audre Lore, un ensayo brillante sobre el deseo y la creatividad.
SP: Existe una ‘plaga’ moderna de cuentas falsas en redes sociales, al parecer la padeciste también.
VL: Nunca imaginé que me pasaría. “Mi hermana murió de Covid-19”, tuiteó una impostora el pasado 23 de octubre e interactuó con los usuarios. Los perfiles ya fueron dados de baja.
En Harlem, Luiselli tiene una comunidad de mujeres que con ella son fuego. Son las 3 de la tarde. Las sombras de los autos se pegan a los pedazos de luz de la calle. Nos despedimos. Luiselli escribe en su casa que se torna una caja musical con la voz de Vivir Quintana: “Que tiemble el Estado, los cielos, las calles. Nos siembran miedo, nos nacen alas”. La canción tiene un dolor latente, al igual que las historias de los niños migrantes de Luiselli, esos cuentos de la cripta aún sin un final feliz. Camino y recuerdo la última pregunta que le hice:
SP: ¿Podrías describir tu próximo proyecto?
VL: Es todo un reto: una pieza sonora sobre la historia de la violencia hacia la tierra y el cuerpo femenino en el siglo XX.
Más adelante, “A belt for one dollar”, gritan los vendedores callejeros. Un olor azucarado de leña mojada viene con el viento que me peina estilo Ace Ventura. En la puerta de Douglass All 99 Cents, un joven baila ante la mirada atenta de su pitbull. De los edificios de arenisca sale una pareja, se suben apurados a un Volswagen Jetta, y se agita un vestido de novia en la cajuela abierta. Murales gigantes de Black Lives Matter ocupan el Boulevard Adam Clayton. Este es el Harlem de la escritora mexicana que escribe en inglés, que intenta hacer visibles las historias hispanas, a veces desenmascara ciertos prejuicios sobre los latinos, palabras falsas, pero no menos peligrosas.